Para Jeremías, su abrigo era el más maravilloso del mundo. Era largo, amplio, gigantesco… ¡COLOSAL! Con el dobladillo de su abrigo arrastraba todas las hojas del otoño, formando enormes montañas doradas; y al atardecer, Jeremías y el Sol se ocultaban detrás de ellas para que no les descubriera la noche.
Las mangas de su abrigo eran espléndidas cuevas mágicas. Allí escondía Jeremías las ranas y los sapos de las charcas, para evitar que las brujas los convirtieran en príncipes y princesas encantados.
El cuello era como una campana gigante de cristal. Con él, rompía los vientos helados que atacaban sus mejillas en el invierno, y le ocultaba de los vampiros que perseguían con apetito su cuello. Los botones eran medallas. Medallas de todas las guerras que Jeremías había ganado en el mar y en la tierra; luchando contra bravos piratas y valientes pistoleros.
Por eso, cuando a Jeremías le compraron una cazadora nueva, su mundo se vino abajo. El viento alejaba las hojas de su camino, las ranas lloraban porque nadie las protegería, los vampiros afilaban sus colmillos y los piratas le gritaban desde sus barcos:
— ¡Sublévate…! ¡Rebélateee…!
Aquella noche hubo una manifestación en el dormitorio de los padres de Jeremías. Las ranas y los sapos, los vampiros, las brujas, los ratones del otoño y los piratas gritaban:
— ¡QUE SE VAYA LA CAZADORA NUEVA…! ¡QUE SE VAYA! Pero fue inútil.
Los padres de Jeremías dormían y, por la mañana, sólo lo recordaron como un mal sueño. Así que Jeremías, en señal de protesta, se encerró en el armario con su viejo abrigo.
El armario se transformó en un ascensor que bajaba por la boca de un volcán en erupción hacia el centro de la Tierra, en busca de los últimos dinosaurios perdidos. Luego el armario fue un submarino y Jeremías su capitán, navegando por los mares del Caribe a la caza fotográfica del fiero tiburón azul.
Pero una puerta se abrió y toda el agua salió en un torrente invisible, arrastrando a Jeremías entre las piernas de sus padres.
— ¡Quiero mi abrigo! ¡No lo tiréis…! —sollozaba Jeremías.
Sus padres no comprendían este capricho.
— ¡Es viejo! ¡Te queda muy grande! ¡Mira…! ¡Si hasta le valdría a tu padre!
Entonces el padre de Jeremías se puso el abrigo. Sintió que las mangas le quedaban largas y que el dobladillo le arrastraba por el suelo; y que la suave corriente que cruzaba la habitación se convertía en un vendaval que traía viejos olores a regaliz. Notó que sus pies se despegaban del suelo y estiró la mano para agarrarse a la madre de Jeremías.
Pero los dedos que atrapó eran los de una niña, igual que su mujer, pero con veinte años menos. Los padres de Jeremías se elevaron por los aires arrastrados por una cometa, hasta un día cualquiera de sus propias infancias. Allí encontraron a los duendes y a las brujas y a todos los monstruos que habían llenado de fantasías sus sueños de niños.
Y fueron náufragos en islas desiertas, que vaciaban a sorbos el océano para encontrarse. Y él fue un vaquero y ella una india, y a lomos de sus caballos recorrían las praderas bebiendo el agua de los arroyos y robando fresas. Galoparon sin parar, hasta llegar de nuevo a la habitación donde Jeremías los esperaba con la boca abierta de asombro.
Al día siguiente, cambiaron la cazadora por tres pares de zapatillas. El invierno comenzaba a asomarse. Prometía fantásticas nevadas que convertirían las calles en un continente helado, donde Jeremías y sus padres serían osos polares, esquimales, focas, exploradores…
Ese invierno, sus zapatillas fueron trineos y sus abrigos alas.
Fin
El abrigo León, Editorial Everest, 1996 Adaptado
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